Educación. Juventud. Nostalgia. Generación. Escuela.
Education. Youth. Nostalgia. Generation. School.
Toni Solano
Catedrático de Lengua y Literatura
Director del IES Bovalar
Este no va a ser un artículo académico; tampoco un ensayo que pueda servir de generalización o de representación de la mayoría de las experiencias. Esto es una crónica muy personal de una visión del alumnado, de mi alumnado de Secundaria y Bachillerato en los últimos quince años. Es posible que muchos colegas se vean identificados con esta mirada, pero también he de admitir que haya otras perspectivas e impresiones discrepantes. Es lo que tiene la Escuela Pública, que es lo suficientemente vasta y heterogénea como para albergar mundos diferentes, incluso dentro del mismo contexto, incluso dentro de un mismo centro.
La mirada docente está contagiada, además, por nuestro propio historial como estudiantes, como profesionales, por nuestra formación, por nuestras filias y fobias, por la gente con la que nos relacionamos, por las ideologías y los métodos con los que nos sentimos afines. Así se debe entender este artículo, con el trasfondo de una vivencia muy personal e intransferible, tan particular como sincera.
Vivimos en una época de grandes cambios. La irrupción de las tecnologías en la vida cotidiana, los móviles, internet, la inteligencia artificial, las plataformas de streaming, los videojuegos en red, etc, han supuesto un vuelco en la manera de relacionarnos, de percibir la realidad, de gestionar el tiempo y la atención, de aprender. Está claro que todo esto se había de reflejar de alguna manera en las aulas, primero con la implantación de las TIC a principios de este siglo y, posteriormente, con todo lo que supone la gestión de internet y dispositivos móviles en los últimos años. Con ese telón de fondo de un proceso largo pero imparable y a menudo vertiginoso, hay que tener en cuenta que los jóvenes han ido adaptándose poco a poco, creciendo con las tecnologías y conviviendo con ellas con cierta naturalidad. No hablamos del mito del nativo digital, sino de la normalización de las tecnologías en la vida de los estudiantes, unas tecnologías que no siempre han sido utilizadas para aprender o para mejorar las competencias académicas, ya que para ello se tendría que exigir también que los docentes estuviesen preparados para ello (algo a lo que llegamos tarde). Ese conjunto de cambios ha provocado un distanciamiento notable entre lo que nuestra generación vivió como estudiantes y lo que viven ellos actualmente. De ahí que sea muy frecuente escuchar entre los adultos y, especialmente, entre el profesorado, discursos que establecen comparaciones entre lo que fuimos nosotros y lo que son los jóvenes de hoy en día, discursos en los que nuestros estudiantes no salen bien parados.
Basta darse una vuelta por las redes sociales, por los grupos de Whatsapp, por el claustro virtual de Twitter o por los grupos docentes de Facebook, para encontrarnos con sentencias de este tipo: «los jóvenes de hoy son muy vagos», «están tan consentidos que no aceptan ninguna frustración», «el nivel de conocimientos ha bajado notablemente», «no se preocupan más que de lo suyo», «no les interesa ni la cultura, ni el arte»... Evidentemente, se aportan testimonios variopintos para justificar esa distancia entre el adulto y el joven, testimonios acerca de las lecturas juveniles de nuestra generación (al parecer, de adolescentes todos leíamos a Azorín, Delibes, Stevenson, Salgari…), imágenes de los libros de texto de hace veinte años, incluso responsabilidades del hogar en blanco y negro que nos recuerdan a las penurias de los huérfanos en las novelas de Dickens. En contraposición, sobre los jóvenes actuales, se recogen ejercicios escolares llenos de faltas, barbaridades de youtubers e influencers, entrevistas callejeras a chavales poco menos que analfabetos funcionales…
No hace falta estudiar psicología para saber que esto responde a la falacia «kids these days», esa impresión de que las generaciones actuales están peor preparadas y son más blandas que las de sus adultos, un tópico documentado en el periodismo desde principios del siglo XX, pero cuya huella se puede rastrear incluso en los clásicos grecolatinos. Comparar etapas distintas a partir de recuerdos seleccionados, con un sesgo determinado (de confirmación, del superviviente, cherrypicking…), recuerdos impregnados de nostalgia, no es un ejercicio muy científico que digamos. Ni siquiera esas comparaciones entre libros de texto tienen mucho sentido cuando la organización del sistema educativo y las edades de escolarización obligatoria han cambiado mucho, lo que hace que la diversidad sea mayor, o cuando todo lo que nos rodea, especialmente el acceso a la información, es hoy tan diferente al mundo que vivieron aquellos adultos, con un solo canal de televisión y apenas distracciones más allá del juego en la calle. Por eso, tal y como he declarado al principio, y en contra de esas visiones apocalípticas sobre la juventud, voy a desgranar aquí mi percepción del alumnado en estos tiempos, un alumnado que para nada me parece tan fiero o abandonado como lo pintan.
«La mirada docente está contagiada, además, por nuestro propio historial como estudiantes, como profesionales, por nuestra formación, por nuestras fi lias y fobias…»
Trabajo en un centro público que acoge a chavales muy diversos. Empezamos siendo un centro de especial dificultad, donde casi la mitad del alumnado tenía necesidades de compensación educativa. Quince años más tarde, el centro ha duplicado el número de alumnos y se ha diluido la marginalidad, pero seguimos siendo un centro con gran diversidad en todos los ámbitos: en el académico, en el sociofamiliar, en el cultural, ideológico o religioso. En todo este tiempo he comprobado que mi alumnado es más o menos igual que lo que fuimos nosotros, con sus luces y sombras, con su interés o desinterés, según el día, según el humor y según la asignatura que les toque. He ido descubriendo, además, que los jóvenes, igual que los adultos, entregan en la medida en que reciben, de modo que están mucho más predispuestos a participar en actividades cuando ven que esas tareas tienen sentido en sus vidas, o cuando ven que el docente los hace partícipes en la experiencia de aprender.
Debo admitir que tal vez el modelo tradicional de clase no los engancha como ocurría antes (por cierto, sin ninguna garantía de que antes esa disciplina de escuchar resultase productiva en el aprendizaje), e incluso admito que su capacidad de concentración es menor, pero también he comprobado que existen otros enfoques más participativos que les permiten desarrollar sus capacidades en diferentes niveles y escalas. Hablo del trabajo por proyectos, de los retos, de las tertulias, de todas esas tareas integrales y transversales que van más enfocadas al desarrollo de competencias que a la mera adquisición de contenidos descontextualizados, tareas que no necesariamente requieren el uso de tecnologías. Bajo estos enfoques resulta menos complicado conectar con el alumnado y favorecer su aprendizaje, pues cada vez es más necesario abordar el aprendizaje teniendo en cuenta las condiciones del mundo en el que vivimos, un mundo de estímulos fugaces e infinitos. Con esto no digo que el cambio metodológico sea la panacea y que no haya alumnos con desafección al entorno escolar, que los hay, alumnos cuya trayectoria académica es muy difícil de reconducir, pues cuentan con un entorno desfavorable en el que la compensación educativa es compleja, especialmente porque va ligada al absentismo escolar. Pero, incluso en esos casos, son alumnos con duras experiencias vitales que merecen, por ley y por sentido común, ser atendidos y escuchados, merecen la oportunidad de relacionarse con los compañeros en un entorno que se percibe a menudo como territorio hostil.
«He ido descubriendo, además, que los jóvenes, igual que los adultos, entregan en la medida en que reciben»
En esa línea, el profesorado que trabaja en este tipo de centros muestra una especial sensibilidad para aceptar que hay vida más allá del «orden y la disciplina», entendida como conjunto de normas rígidas para todos igual. De hecho, la ley advierte de que la atención a la diversidad exige compensar esas desigualdades, lo que implica que hay que olvidar la estandarización en lo académico y en la convivencia y apostar por la flexibilidad y la adaptación. Por cierto, tener una ratio baja nos ayudaría bastante en esa tarea.
Así, si tuviera que categorizar al alumnado que ha ido pasando por el centro y por mis aulas en los últimos años, podría establecer algunos patrones más o menos repetidos. En primer lugar, ese alumnado que se añora en redes sociales, el alumnado disciplinado que, generalmente, tiene un entorno sociofamiliar con buena preparación para ayudar en las tareas y en el estudio, y una conciencia clara del papel fundamental de la Escuela en la formación y el futuro de sus hijos. Este tipo de alumnado suele ser el gran triunfador del modelo educativo actual, un alumnado que lleva de serie la obediencia y el hábito de trabajo. Curiosamente, a este tipo de alumnos se les disculpan algunos defectos que se les echan en cara a otros, defectos que pueden estar relacionados con las habilidades sociales, con el respeto a las diferencias o la empatía. Ser buenos estudiantes sigue siendo el objetivo más buscado de la escuela, incluso en las etapas obligatorias, olvidando que el papel de la educación debería ir más allá de lo académico, si hacemos caso a todas las leyes que se han aprobado en los últimos cincuenta años, que son bastantes.
Otro perfil de alumnado es el que tiene algún tipo de necesidad de apoyo, sea por su propia singularidad, sea por trastornos, o sea por necesidades educativas especiales. Hablamos de un colectivo heterogéneo, que a menudo vive la escolarización con sentimientos encontrados, con la satisfacción de convivir con iguales y poder relacionarse y aprender de ellos, pero también con la frustración de no poder recibir todos los apoyos que necesitan por parte de una escuela que recoge sus derechos y reconoce sus necesidades, pero que no dota adecuadamente de recursos a los centros. Ahí empiezan las comparaciones odiosas con aquella arcadia de nuestra juventud, porque esos alumnos han sido históricamente ninguneados, han quedado fuera del sistema educativo (miren si no las cifras de abandono escolar temprano de hace unas décadas y las de ahora) y se han tenido que buscar la vida por su cuenta. En aquella añorada EGB y BUP, solo las familias que tenían recursos económicos suficientes podían darles una atención fuera de las aulas a quienes tenían dificultades. Que ahora nos quejemos de que hay alumnos que no saben analizar oraciones o que no saben resolver ecuaciones es un buen síntoma, la prueba palpable de que la escuela es inclusiva, que no expulsa a los que no saben hacer determinadas cosas.
Evidentemente, queda mucho por resolver: darles los recursos pertinentes y formarnos para atender esas necesidades, pero en las aulas del siglo XXI es impensable (o debería serlo) plantear la segregación del alumnado en función de sus necesidades educativas. La diversidad nos enriquece a todos y los grandes aprendizajes que he vivido como docente van ligados a mis experiencias con el alumnado «diverso», aquellos con trastorno de espectro autista o dislexia, con el alumnado gitano o inmigrantes recién llegados, y, en general, con todo ese alumnado cuyo lento y costoso progreso supone un reto profesional y humano.
Por último, en un porcentaje muy minoritario, encontramos ese otro alumnado aparentemente sin dificultades de aprendizaje ni de relación, para el que la escuela es una tortura, por su mala experiencia previa o por las circunstancias familiares o sociales. Son esos pocos alumnos que pueden reventar una clase, que se niegan sin motivos a participar en las actividades, que rechazan el diálogo… Seguro que detrás hay algo, pero la complejidad de estos casos hace que los docentes se vean impotentes para abordar su atención o solucionar sus problemas, que requieren de personal especializado de otros ámbitos, un personal que a día de hoy no existe en la escuela pública (al menos en mi contexto). Lamentablemente, uno solo de estos alumnos puede provocar que los docentes y compañeros de grupo vivan el curso con especial tensión. Sin embargo, vuelvo a decir que la Escuela es un derecho y que tendríamos que ser capaces de dar respuesta también a estos casos extremos, que no dejan de ser menores en situación de vulnerabilidad. Medir a todo el alumnado por la mala experiencia de un caso particular no es justo para nadie.
«Cada vez es más necesario abordar el aprendizaje teniendo en cuenta las condiciones del mundo en el que vivimos, un mundo de estímulos fugaces e infinitos»
Con todo ese abanico de tipologías, caracterizar a estos jóvenes de hoy día como «generación de cristal» o apuntar, como decíamos arriba, a su desinterés o bajo nivel, me parece una simplificación injusta, y más aún sabiendo el incremento de problemas de salud mental que hace estragos entre la juventud actual. Nos escandaliza que sigan a youtubers con discursos vacíos, mientras los adultos convertimos el Sálvame en un programa estrella; decimos que se creen todo lo de las redes, mientras nosotros seguimos suscritos a diarios que viven del bulo o de noticias sesgadas; les echamos en cara que se vuelvan locos con el reguetón, mientras idolatramos a estrellas del fútbol. De acuerdo, es posible que usen las redes con desmesura, que se despisten con facilidad, que haya que repetirles mucho las instrucciones, que les cueste mantener la atención mucho rato seguido, que mantengan niveles preocupantes de adicción a las pantallas, que se aburran más de la cuenta o que se desmotiven enseguida, pero son males propios de nuestra época, de los que tampoco escapamos muchos adultos, pues todo ello son síntomas de una sociedad que vive a un ritmo apresurado, un ritmo que a los adultos nos asusta y nos preocupa, con una sensación comparable a la de nuestros bisabuelos del pueblo al llegar a una gran ciudad.
«Los grandes aprendizajes que he vivido como docente van ligados a mis experiencias con el alumnado "diverso"»
A pesar de ello, aun con todas sus debilidades, en la mayoría de jóvenes he observado una mayor preocupación por los problemas de sus compañeros o de sus familiares (más incluso que en mi época), preocupaciones que se trasladan a la relación con otras culturas o religiones, pues suelen ser bastante empáticos cuando se trabaja con ellos el respeto a las diferencias. También los veo movilizados en la defensa del medio ambiente, de la sostenibilidad, en la batalla por los derechos humanos. Han salido a las calles para protestar contra la violencia, para exigir justicia. Son más tolerantes que nosotros, basta ver el panorama político para darse cuenta de esto, y los que no lo son, a menudo lo hacen imitando a sus mayores. En estos años de crisis y pandemias, han dado suficientes ejemplos de sensatez y madurez, ejemplos que deberíamos elogiar y agradecer. Y los adultos, incapaces de enfrentarnos a los retos de una sociedad compleja, provocando conflictos sociales y políticos graves, eludiendo responsabilidades de sostenibilidad de cara al futuro, nos atrevemos a burlarnos de nuestros jóvenes, nos atrevemos a compararnos con ellos hablando de niveles y de destrezas, como si pudiésemos constituir un buen ejemplo de algo.
En la Escuela, muchos docentes sabemos el valor de estos estudiantes de hoy: son nuestra esperanza y nuestro futuro. Entender que vivimos en otro mundo y que ellos son más competentes que nosotros facilitará el relevo generacional. En ese proceso, la Escuela los ha de acompañar y guiar para que se conviertan en buenos ciudadanos, en buenas personas y, por supuesto, en estudiantes bien formados. Ahora falta que el resto de la sociedad y quienes estén al frente de las instituciones lo entiendan igual y les concedan el mismo espacio de participación y la misma confianza, porque tal vez ellos acaben siendo los que nos salven del meteorito.
Fuente: https://twitter.com/paulisci/status/1558579983022338048